Todos los días hay un nuevo caso que hace estallar mi estómago. A veces no puedo leer y otras necesito hacerlo. Los casos de violencia hacia las mujeres y niñas son escabrosos y me aterra pensar que todas estamos expuestas, no tenemos esa certeza de salir a carretear y volver bien y vivas a casa, no sabemos si esa cita resultará ser un hombre decente, es que ni siquiera caminar por la calle o andar en transporte público nos da certeza de seguridad. Es como una ruleta rusa y a mí, me aterra pensarlo.
Siempre después de un 25 de noviembre – Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer – trato de ver cifras, balances de género, especialmente, de violencia hacia nosotras y la cosa no ha cambiado mucho. Cada 25, en que como siempre conmemoramos a las hermanas Miraval y a todas aquellas que han caído víctimas de la violencia machista, pienso que, si bien, el femicidio es la forma más extrema de violencia contra las mujeres y niñas, esa violencia está presente todos los días en la vida de una mujer y también, en la vida de las niñas.
Pensaba en la señora del negocio de la esquina, la que todos dicen que es una amargada, ella fue violada cuando era una adolescente; pensaba en mi amiga que el otro día el ex le dijo que le iría a hacer un escándalo a la oficina; pensaba en mi hermana, cuántos días sin almorzar para ir a amamantar a su hija, pero que pasado el post natal, su sacrificio no evitó el despido, sólo por ser mamá; pensaba en una jovencita a la que su tío, profesor de religión y ética, abusó por 10 años; pensaba en mí… cuántas veces he gritado, pero cuantas más he callado, porque sí, aunque una sea feminista, el peso de la sociedad te cae igual, como una montaña de cemento que te deja inmóvil, que para mantener la pega o para no parecer –siempre- una loca.
Tantas veces callar para después llorar en tu casa de frustración porque no le dijiste al viejo de mierda: no se atreva a decirme esas cosas o a tocarme o a hablar de mi apariencia, esa desesperación y amargura que tantas compartimos, para que después nos digan: por qué andas tan enojada, o loca feminazi. Porque siempre será más fácil insultar a una mujer, tratarla de loca o de histérica que ponerse en nuestros zapatos.
No necesitamos que todos los hombres hablen de feminismo, ni teoricen, ni se conviertan en un baluarte en la materia, simplemente queremos vivir tranquilas, con los mismos derechos – y deberes – de nuestros pares hombres. Se trata, simplemente, de nuestro derecho inalienable a vivir en paz.
Por Bárbara Pérez Peña