Letra Brava te presenta este reportaje vivencial rumbo a las ruinas del Mineral de Capote Aurifero, en Freirina, donde el protagonista mezcla información histórica con parte de ficción.
Aún no podría señalar con certeza si lo que vi aquella mañana fueron ilusiones producto de la fatiga o más bien, el saludo de una imperecedera presencia. Sin embargo, el recuerdo de aquel viaje lo guardaré por siempre.
La mañana que iniciamos nuestro viaje en busca del antiguo y legendario mineral de Capote Aurífero, permanecíamos emocionados. Temprano, el astro rey daba luces de que nos seguiría impávido y nosotros, cuales pequeños, aguardábamos ansiosos la hora de la partida.
Para llegar al destino del reportaje, partimos dos periodistas y un camarógrafo desde la comuna de Copiapó con rumbo al sur. Poco antes de llegar a Vallenar, nos adentramos en el sector de Maintencillo, donde debimos esperar a nuestros guías, provenientes de la comuna de Freirina. No pasó mucho para encontrarnos con ellos y sentar el trayecto que debíamos seguir para hallar el ruinoso mineral. Los guías eran liderados por el Encargado de la Biblioteca Pública de Freirina, el historiador Oriel Álvarez, quien – apenas nos presentamos – nos contó las singulares historias que rodean a Capote y su proximidad con el mítico pueblo fantasma de “Tololo Pampa”.
A medida que avanzábamos por la sinuosa huella de tierra y piedras, a nuestra vera aparecían tímidas manadas de guanacos. El polvoriento camino surcaba entre cerros y arbustos, y el paisaje nos acogía con anómalas y singulares floras desérticas. El rutinario andar de la travesía cambió solo al toparnos con un informal cruce carretero, que dividía nuestro destino entre Capote y una vieja mina denominada Astillas, donde aprovechamos de pasar unos minutos.
Esta antigua faena, perteneciente a la Compañía Santa Margarita, era un verdadero pueblo fantasma, pues contaba con un solo trabajador, Abilio Lobos Peñailillo, quien hace 14 años cuidaba en solitario junto a su esposa el olvidado yacimiento, ahora propiedad de una reconocida familia minera.
Agradezco haber podido conocer personas como don Abilio. Este hombre, de entonces 86 años, había sido minero toda su vida; se autoproclamaba como el único especialista en curación del riñón de Sudamérica; conocedor de todos los minas de Atacama; antiguo trabajador del famoso Capote y todo un “analista” de la vida; un hombre encantador que nunca olvidaba reír, a pesar de la dureza con que lo había tratado la vida. Sus últimos años los pasaba en Astillas, animado por los recuerdos y el cuidado de sus particulares mascotas: un zorro salvaje semi domesticado, una cabra de nombre “Lucero”, y su fiel can “Osito”, hurtado tras un inusual robo en las instalaciones mineras.
Rumbo al Mineral
Tras seguir rumbo a la legendaria veta, aproveché de hojear el libro «Memorias de Capote: Patrimonio arqueológico- Histórico de una mina de tres siglos» del autor Francisco Rivera, donde comprobé la importancia que tuvo este yacimiento para nuestra región y país.
Ubicado a 35 kilómetros al sur de Freirina, Capote fue descubierto a principios del siglo XX, convirtiéndose en el sustento de la delicada economía del país durante la crisis del salitre. Su yacimiento consistía en numerosas vetas de oro de alta ley, lo que le permitió alcanzar amplia fama y prestigio. Incluso, se dice que la primera moneda de oro de Chile, fue acuñada con oro de Capote.
Respecto al origen de su nombre, al menos contemplábamos dos alternativas: la primera indicaba que “Capote” derivaría del nombre de un desconocido indígena que habría llegado al mineral; mientras que la otra, explicaba que la niebla aterrizaba o “capotaba” de lleno sobre el cielo del sector, otorgándole está característica especial.
Concentrado en la lectura, casi no percibí cuando nos detuvimos frente a unas colosales rocas de variadas formas conocidas como “Las Pintadas de Capote”. Dichas piedras se convirtieron tiempo atrás, en verdaderos pizarrones donde culturas extintas dejaron sus huellas. Allí fue donde observé por primera vez aquella sombra. Bastó que me apartara un poco del gentío, para observar cómo su figura aparecía y desvanecía súbitamente tras el dibujo de unos guanacos danzantes situados en medio de una roca. En ese momento, todo lo atribuí al exceso de calor.
Como lo confirmara el propio Álvarez, las Pintadas de Capote correspondían a un sitio arqueológico, registrado en el Consejo de Monumentos Nacionales. Aquí perduran más de 180 motivos de arte rupestre que se encuentran casi intactos, con incidencia de épocas diaguitas e incluso, más tempranas.
De acuerdo a lo comentado por el historiador, estos llanos incluso fueron ocupados por los trabajadores de Capote durante los periodos de festividades patrias, donde improvisaban campamentos y peñas folklóricas, utilizando las rocas como asiento y una espectacular formación rocosa en forma de escenario, como una fonda y teatro al aire libre. Luego de pasear cerca de una hora por el lugar – acompañados por un amistoso zorro típico de la zona – seguimos rumbo a Capote, distante a unos pocos minutos.
Las ruinas de Capote
No fue fácil llegar a las ruinas de Capote; accedimos gracias al apropiado vehículo 4×4 con que contábamos en nuestra Revista, que nos permitió subir los cerros, y sobrepasar barrancos y bajadas. Hubo mareos, dolor de cabeza y una sed temible. No obstante, el largo viaje valió la pena.
Al observar los primeros trazos del ruinoso mineral, uno podía imaginar el ruido, color y atmósfera que tuviera en su época de esplendor. Restos de la escuela, salón teatral, consultorio, administración y las casas de los trabajadores, mantenían alzadas algunas de sus murallas y estructuras, como queriendo permanecer eternamente vigilantes a la mina. Fue justo ahí, cerca del viejo salón, donde vi por segunda vez la sombra, ahora un poco más nítida, con una silueta encorvada y una postura espía. Su cabeza, manos y piernas brillaban al topar con el sol. Era sin duda, un ser inmaterial que me seguía desde la nada.
Afuera, toneladas de tierra cubrían lo que fue la explanada de recreación de los trabajadores y sus familias, donde hubo canchas de fútbol, paseos, pistas y juegos. A lo lejos, parecían oírse las voces de los cerca de mil habitantes de este campamento, entremezcladas entre los silbidos del viento y las aves.
Contemplando este fantasmal escenario, reflexioné sobre los orígenes del mineral en que – de acuerdo a datos históricos – trabajaron los colonos españoles bajo el nombre de Reales Minas de Santa Rosa, aunque también hay indicios de que Diaguitas e Incas lo habían explotado inicialmente. Otras fuentes, señalan incluso al mapuche “Quechumanke”, como su descubridor ¿Sería que el curioso espectro correspondía a una de estas identidades? ¿O tal vez era otra entidad? Después lo confirmaría.
Datos recopilados indicaban que a partir de 1931 el mineral fue administrado por la conocida familia Callejas de la comuna Freirina, siendo Paulino Callejas quien la adquiriera para sí. Fue tanto lo que ganó con Capote, que incluso – para mantener contentos a sus trabajadores – sus dueños contrataban a los elencos estelares de clubes de fútbol como Colo Colo, la Universidad de Chile y Alianza de Lima, para que jugaran con el equipo de fútbol de Capote.
Pero el balompié no era la única forma de entretenerse en el mineral, ya que gracias a la bonanza económica llegaban a su Teatro importantes compañías extranjeras que arribaban desde los puertos de Huasco y Carrizal. Además, hubo al menos cuatro grupos culturales y también se celebraban variadas fiestas religiosas y procesiones.
Por otro lado, respecto al trabajo diario, de acuerdo al historiador Alejandro Aracena, en las faenas de Capote “y en general de las minas de aquellos años, tres oficios los fundamentales para vaciar el cerro: el Apir, el Barretero y el Herrero; a ellos, se sumaban afuera los mayordomos y cancheros. En ese entonces, las minas eran más seguras que las actuales, ya que todas eran enmaderadas y fortificadas, en el caso de Capote con madera de Eucaliptos y Pino Oregón”.
Sin embargo, a pesar del auge de Capote, el mineral no siempre generaría las ganancias esperadas. Eso, ya que entre las décadas de 1950 y 1960 las vetas se fueron agotando y las faenas cerraron, provocando que todo un pueblo comenzara a emigrar.
Si bien muchas familias vivieron unos años más en Capote, gran parte de los trabajadores fueron reubicados en otros minerales, dejando poco a poco la ciudadela abandonada. Tal como lo indicó Aracena, “después de Capote, los Callejas se llevaron a su gente a trabajar a otras minas cercanas, como Cerro Blanco, Astillas y El Morado”.
Hoy, que han transcurrido décadas desde su cierre, el mineral yace olvidado en medio del desierto. A pesar de que ha habido intentos por parte de la Municipalidad de Freirina para rescatar como patrimonio turístico este lugar, la mano invisible del tiempo día a día sigue derribando las murallas que aún siguen en pie. Uno de los últimos rescates históricos que se hicieron con Capote fue justamente la elaboración del libro «Memorias de Capote: Patrimonio arqueológico- Histórico de una mina de tres siglos».
Así como Tololo Pampa, al parecer el destino de Capote también era convertirse en una mística leyenda minera. ¿Acaso terminaría sepultado bajo las arenas, invitando al curioso a morar para siempre entre sus ruinas? Ojalá que esto no fuera así.
Por el momento, gracias a nuestro trabajo, nosotros teníamos la oportunidad de fotografiar y preservar de forma audiovisual este invaluable legado minero del país.
Parado sobre lo que fuera la boletería del antiguo salón teatral de Capote, eché un último vistazo a lo quedaba de la totalidad del mineral. Arriba el tornasolado astro advertía que pronto se iría. Antes de despedirnos de nuestros amigos freirinenses, y emprender el regreso a la capital de Atacama, quise preguntar al historiador por el indígena “Quechumanke”. La verdad es que él no tenía muchos antecedentes, lo único que recordaba, – y que formaba parte del mito -, era que además de su valor, el guerrero era sumamente intrépido y además, gustaba de adornar su cuerpo con pinturas y minerales.
Mientras nos alejábamos de Capote, a lo lejos creí ver como las luces del campamento volvían a encenderse y los mineros con sus familias hacían fila en las pulperías para obtener su alimento… veía hombres entretenidos jugando fútbol y escuchaba la música en el teatro sonando sigilosa…
Solo por curiosidad y tal vez cierta intuición, volteé de improviso a mirar por última vez las ruinas del mineral, entonces, sobre una piedra, vi aquella enigmática sombra: esta vez parecía ser un poco más clara, develando a un hombre con una especie de corona dorada, pulseras minerales y una lanza de madera.
Texto y fotos por Carlos Zepeda González, periodista.